Marcelo Santo Rodríguez,
Abogado
En el régimen presidencialista exacerbado que hoy nos rige, no caben dudas de la actividad co-legislativa del Presidente de la República, quien participa proactivamente en diversas etapas de la formación de la ley. Esta intromisión en otro poder del Estado ha sido aceptada en diversos regímenes de gobierno en la historia reciente, sin perjuicio de que el suscrito considera necesaria una reducción de las atribuciones del Presidente en general y particularmente en lo relativo a la formación de la ley.
Dicho lo anterior, es dable referirse al decálogo emanado por el Presidente de la República que pretende establecer una especie de piso o punto de partida para la redacción de una nueva constitución y con ello influir en las decisiones de aquellos que ostentarán el poder constituyente, lo que sin duda es parte de la actividad política, si la entendemos no sólo como la actividad de aquellos que buscan obtener el poder, sino, también la de aquellos que buscan a lo menos influir en sus decisiones (parafraseando al profesor Verdugo), el problema está en quién es la persona que busca influir en aquellas decisiones y cuales son los medios que utiliza para ello.
Primero debemos plantearnos si corresponde o no que el Presidente de la República emita declaraciones de ese tipo o si, el omitir dichas declaraciones, es propio de la imparcialidad que debe exigírsele a quien tiene que asegurar una participación equitativa de todas las posturas en el plebiscito que se celebrará este 25 de octubre, y en las demás elecciones que se llevarán a efecto en el proceso de origen de una nueva constitución. Desde esta perspectiva, consideramos imprescindible dicha imparcialidad, la tradición republicana que ha mantenido Chile incluso desde el mismo periodo de ensayos constitucionales, y que sólo se ha visto interrumpida por los 17 años de dictadura desde el Golpe de estado de 1973, ha exigido siempre altos estándares de probidad a nuestros gobernantes, además de, un serio comportamiento de Estado, evitando realizar actos político-partidistas.
Lo anteriormente señalado se contrapone inmediatamente con el derecho del presidente a tener y dar su opinión como un ciudadano más, y no tiene por qué ser coartado en ello. Sin embargo, para poder construir su opinión no puede hacer uso de efectos o bienes del Estado, que están a disposición de sus actos de gobierno o de Estado, pero que no pueden estar a disposición del presidente para construir su opinión ciudadana, por lo que cabe preguntarse si los eximios asesores que le ayudaron a generar su opinión, fueron contratados personalmente por él o fueron contratados por el Estado.
Es dable señalar, en relación a la intromisión del Presidente en asuntos constituyentes, que si bien la forma sui géneris que reviste este proceso constituyente tiene su fundamento en la reforma al capítulo 15 de la actual Constitución, su poder constituyente de fondo es originario, en vista a que inicia de la llamada “hoja en blanco” y que, sea cual sea la forma de su conformación, dicha forma será electa en plebiscito, por lo que será el pueblo, en su calidad natural de constituyente originario quien, en definitiva, estatuya a los llamados convencionales de sus mandatos de representatividad. Por tanto, el presidente sólo podría dar su opinión, si dichos constituyentes lo solicitan en la forma que su propio reglamento lo establezca, o en su calidad de ciudadano a través de algún cabildo en que participe, y siempre que la opinión de dichos cabildos se haga llegar a la Convención en la forma señalada en el mismo reglamento.
En conclusión, en lo relativo a la oportunidad del decálogo, a tan poco tiempo del plebiscito, no aporta nada y sólo parece un comportamiento errático más de los ya acostumbrados, si analizamos su utilidad, sólo entorpecerá el trabajo de la Convención en vista de que son ellos los que deben encontrar los pilares en los que descansará la nueva Constitución.
Si me preguntaran mi opinión, les recomendaría a los convencionales, no leer aquel decálogo.