por Boris Cárdenas
Militante de las Juventudes Progresistas de Chile
Hoy viernes 14 de diciembre se cumple un mes desde el asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca, militante de la Alianza Territorial Mapuche, padre de familia, amigo y compañero. El caso ya ha tenido profundas repercusiones mediáticas y políticas, hasta el punto que el intendente de la Araucanía tuvo que renunciar a su cargo. Sin embargo, los mayores responsables políticos (alta oficialidad de Carabineros, el ministro Andrés Chadwick y el Presidente de la República, Sebastián Piñera) no han caído.
Los partidos y organizaciones populares y progresistas tampoco han realizado la tarea más importante de todas, a saber, una evaluación histórica sobre el conflicto entre el Estado de Chile y los pueblos indígenas que ocuparon originalmente el territorio. Esta evaluación histórica debe permitirnos idear una propuesta de solución para este milenario conflicto, y en este texto pretendo dejar mi humilde aporte para esa reflexión.
El Estado chileno ocupa los territorios ancestrales de las comunidades indígenas no porque sea “malo” o tenga algún afán racista particular en contra de los amerindios. La explicación es única y es clara: el Estado chileno es un instrumento al servicio del gran capital nacional y transnacional, que requiere campo libre para la explotación de nuestros recursos naturales. Por eso ocupan militar y policialmente el Wallmapu, para dejarle vía libre a las industrias forestales, mineras, energéticas y demás que operan en la zona. El racismo y el discurso del orden son sólo instrumentos comunicacionales de legitimación y de adoctrinamiento para sus peones y ejecutores directos. Los grandes capitalistas nacionales e internacionales que controlan el Estado chileno, otros Estados, y buena parte del mundo, no tienen el más mínimo reparo en acosar a países cuya población es caucásica (como Rusia, por ejemplo) con tal de maximizar sus ganancias y aumentar su dominio sobre el planeta.
Por tanto, la única esperanza para los pueblos de Chile consiste en que los oprimidos y humillados de los últimos siglos nos unamos tras un proyecto nacional que reformule el Estado y lo vuelva un servidor de nuestros intereses, y no de los intereses capitalistas. Este Estado de nuevo tipo, democrático y popular, deberá impulsar un nuevo modelo de desarrollo que incorpore, que dignifique, que modernice, que proteja. Este nuevo modelo de desarrollo debe contar con la participación de los pueblos indígenas tanto como del resto de connacionales, y para ello no basta con promesas vacías.
El Estado y la dirigencia política transformadora deben demostrarle a los pueblos indígenas que los tiempos de indignidades y humillaciones han terminado, con hechos y no con palabras. Debemos tener una Constitución que nos consagre como un Estado Plurinacional y que proteja la cultura, historia y territorio de los indígenas. Tendremos que contar con cuotas importantes de representantes indígenas en todos los niveles de la gobernanza nacional, e incluso autonomía territorial allí donde las comunidades democráticamente lo decidan (como sucede en el caso de Rapa Nui).
Una vez tomadas estas medidas de orden político, viene lo más difícil. Construir un nuevo modelo de desarrollo económico traerá profundas convulsiones para toda la vida nacional, tanto por la resistencia de la oligarquía como por lo difícil que es (naturalmente) probar nuevos caminos aún no andados. Por ejemplo, no podemos simplemente llegar y cerrar empresas por más contaminantes o explotadoras que sean, pues ellas son fuente de trabajo para miles de personas. Por tanto, si vamos a tomar decisiones de ese orden primero debemos tener planes de sustitución para el trabajo de esas personas. ¿En cuáles áreas económicas? Habrá que determinarlo, pero quizá la inversión en energías renovables no convencionales puede ser una buena opción.
Sirve cualquier alternativa que sea respetuosa con la ecología y las comunidades, y que al mismo tiempo permita el avance nacional. La muerte del hermano Catrillanca es un dolor que no olvidaremos fácilmente, y que viene a engrosar los siglos de sangre injustamente derramada por la codicia sin fin de los dueños del mundo. Pero, al mismo tiempo, nos abrió la oportunidad para volver a reflexionar sobre los destinos de Chile y su gente, de los pueblos que lo habitan y de su futuro.
Los progresistas y populares debemos ponernos manos a la obra para comenzar desde ya a diseñar una nueva Patria, indigenista y digna, que nos acoja a todos y a todas. Cuando lo logremos, y sólo ahí, sabremos que el crimen de Camilo y de muchos como él habrá sido reparado.