Marcos Ortiz
Progresista
Las cacerolas y bocinazos suenan molestos por toda la capital, mientras Sebastián Piñera termina el último trozo de pizza junto a su nieto cumpleañero en un restaurante de Vitacura. Al rato volverá a La Moneda a darle instrucciones a militares en tenida de combate y a su primo, el ministro del Interior que ha ordenado la represión más dura que se haya visto contra menores de edad en las últimas décadas.
La primavera capitalina dejó atrás el polen y los plátanos orientales. Santiago huele a humo y a gas lacrimógeno, pero sobre todo, huele a rabia y frustración. La del 18 de octubre será recordada como la tarde de viernes en que el gobierno apagó el fuego con bencina y que en vez de escuchar las consignas para entender la razón del malestar decidió salir a repartir perdigones y lumas.
La prensa, tan adoradora de los “tecnologizados jóvenes pro-democracia” de Hong Kong, no tardó en hablar de “delincuentes organizados”, siguiendo al pie de la letra el discurso –sin preguntas– de Chadwick. Lo que en cualquier otro lugar del mundo habría sido analizado como el fruto de un descontento de 30 años, aquí fue interpretado como vandalismo puro y duro. Por momentos, los columnistas de la plaza se pusieron a la altura del tristemente célebre “panel de expertos”, los mismos que parecen jamás haberse bajado de su 4×4.
Reaccionaron los de siempre. Los que levantan la voz por un torniquete roto, pero no por las decenas de menores de edad baleados por Carabineros. Los que hacen gárgaras por un tractor en llamas, pero no por un mapuche acribillado por la espalda ni por siglos de justas demandas. En suma, los mismos que recién le quitaron su apoyo a Pinochet cuando se enteraron de sus cuentas en el banco Riggs.
Habló el ministro del interior que les pegaba a sus compañeros en Campus Oriente en dictadura. El que nos invitó a madrugar para evitar las alzas del metro. El que dos días antes propuso cerrar el espacio aéreo y aislar a Venezuela. La ministra que dedica más horas a su outfit que a lo que dice. El que prometió terminar con las colas de los hospitales. La que acusó a un partido entero de narcotráfico. Y finalmente el Presidente que se robó un banco, no pagó sus contribuciones y estuvo prófugo. Los mismos cuyos discursos hemos normalizado con el paso de los años y que terminaron por prender una mecha que llevaba años apagada.
La mañana del famoso viernes 18 de octubre los diarios amanecieron tapizados de publicidad del nuevo iPhone 11. El de las tres cámaras. El que cuesta el equivalente a cuatro sueldos mínimos. Y es quizás esa contradicción la que mejor explica lo que pasa en las calles, lo que el panel de expertos y el Presidente no logran ver detrás de los vidrios polarizados y su pizza doble queso en la comuna más rica de Chile.
Porque eso es Chile hoy. Uno que lucha por llegar a fin de mes y pagar los remedios más caros del mundo, y otro que sonríe para la selfie con filtros que disimulan lo feo, lo que se debe esconder bajo la alfombra, el que no les mostraremos ni a Macron, ni a Merkel ni a Trump cuando aterricen en Pudahuel en algunas semanas. Por un lado, el Chile que sufre con las alzas del transporte y la electricidad en barrios sin áreas verdes; y por otro el que se escandaliza con las imágenes de Tele13 musicalizadas como si el mundo se acabara.
Todo indica que nos parecemos más al convulsionado Ecuador, temen algunos. No somos tan distintos a los peruanos o los argentinos, tuitean más allá. Qué tranquila se ve este sábado La Paz de Evo Morales al lado del Parque Bustamante y Los Héroes, se lamentan otros.
Chile tiene más contradicciones de las que muchos quieren creer, de las que Piñera quiere mostrar, de las que los medios se atreven a reportear. Mientras Spotify nos notifica que Santiago es la ciudad del mundo en la que más reggaetón se escucha por cabeza, aun tarareamos las melodías de Quilapayún que sonaron la tarde del viernes en las calles de Santiago.
Benditas contradicciones que confunden a sensatos con radicales. Que desnudan a quienes recuerdan con nostalgia a los militares en las calles. Contradicciones que fortalecen nuestras ideas de progresismo, de avanzar juntos. Que nos recuerdan que para llegar más lejos hay días en que es necesario bajarse del metro y caminar por el centro de la calle.