Democracia y partidos políticos

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23-03-2014Por Jorge Arrate y Salvador Muñoz.

Los resultados de las últimas elecciones presidenciales, parlamentarias y de consejeros regionales efectuadas durante el año 2013 confirmaron las graves limitaciones de nuestra democracia. La más destacada de todas es la altísima abstención electoral.

 

23-03-2014Por Jorge Arrate y Salvador Muñoz.

Los resultados de las últimas elecciones presidenciales, parlamentarias y de consejeros regionales efectuadas durante el año 2013 confirmaron las graves limitaciones de nuestra democracia. La más destacada de todas es la altísima abstención electoral.

Otros temas que emergieron una vez más son el enorme gasto electoral de las campañas de las dos grandes coaliciones; la escasez de debate programático; la voluntariedad u obligatoriedad del voto; el derecho a voto de los chilenos y chilenas en el exterior y la sustitución del sistema electoral binominal.

Un tema tan importante como los anteriores, que sin embargo ha recibido una atención menor, es el rol y carácter de los partidos políticos. La percepción ciudadana capta que los actuales han derivado en máquinas electorales y aparatos de selección de personal de los gobiernos. Los partidos políticos son una de las instituciones con mayor rechazo por parte de la ciudadanía. Están desprestigiados, no albergan proyectos políticos colectivos convocantes, no están insertos en el también débil tejido asociativo de nuestra sociedad y sus dirigentes concentran cada vez mayor poder en desmedro de sus militantes. Su financiamiento no es transparente, no cumplen una función social pedagógica, están al debe como formadores de nuevas generaciones.

La actual ley de partidos políticos ha contribuido a consolidar este sistema lamentable. Tras la última elección, más de la mitad de los partidos políticos que inscribieron candidatos perdieron su legalidad. Cabe preguntarse si la ley no debiera favorecer la asociación política de los ciudadanos en vez de restringirla y promover el binominalismo.

La respuesta es que lo hace, en cierta manera, aunque de un modo retorcido. La propia ley ofrece los remedios a sus efectos: los pactos, que dan lugar a intercambios y negociaciones complejas, muchas veces obligadas para los partidos de menor votación, y las reinscripciones de los partidos que pierden su legalidad vía resquicios legales como las fusiones instrumentales. Pero ambos mecanismos favorecen la opacidad de las opciones políticas y la existencia de partidos sin vida real ni implantación social, algunos de ellos nada más que instrumentos de un caudillo.

El problema serio es que el rechazo a los partidos políticos, derivado de su marco legal y sus prácticas reprobables se está convirtiendo en un repudio a los partidos como tales, del mismo modo que la falta de legitimidad de nuestro sistema político repercute en una cada vez más baja valoración de la democracia. Avanzamos peligrosamente hacia una sociedad que despotrica contra la política y quienes debieran revertir esta situación sólo agudizan el problema.

No hay un solo camino ni basta una sola reforma para fortalecer y profundizar la democracia en Chile. Pero todos los demócratas deben apuntar a sanear y rehabilitar la política y los partidos, pues la despolitización es la puerta de entrada para el fascismo, en sentido literal.

Hay muchas materias que pueden y deben abordarse sin esperar reformas legales o constitucionales. Basta para hacerlo con la voluntad política de quienes hoy administran los partidos. Entre ellas, aumentar la transparencia interna, desconcentrar y descentralizar las decisiones. También adoptar normas que garanticen cuotas de género y eventualmente de jóvenes en las direcciones y candidaturas partidarias. O establecer como regla interna la no reelección de los parlamentarios, alcaldes, concejales y consejeros más allá de dos períodos. ¿Por qué los grandes partidos, particularmente los que hoy forman la coalición de gobierno, no adoptan estas u otras medidas consonantes con las orientaciones de su programa?

No obstante, se requieren cambios institucionales urgentes que el país no puede seguir evadiendo. Y, para debatirlos y aprobarlos, es necesaria una Asamblea Constituyente que dote de legitimidad al sistema político. El proceso de convocatoria y desarrollo de una Asamblea Constituyente tendría un valor no sólo como generador de una mejor institucionalidad democrática sino que además permitiría un diálogo que repolitice la sociedad y que ponga el debate colectivo sobre los grandes temas estratégicos como centro de la vida política.

Rehabilitar y ennoblecer la política y los partidos y revertir su actual desprestigio pasa por más politización, no menos.

Nota publicada en: El Mostrador

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