Hace un año, la ciudadanía inundó todo el territorio con un fuerte clamor de democracia y justicia. Frente al estupor de las elites, que vivía con la ilusión de que el país era una especie de oasis y que el neoliberalismo había construido el mejor de los mundos posibles, cientos y cientas de miles por todo Chile expresaron su indignación profunda y adolorida frente a los abusos, la desigualdad, las injusticias y la exclusión. La demanda por dignidad se hizo sentir en cada barrio y en cada calle, señalando la resolución de luchar hasta que valga la pena vivir.
Como en otros contextos de la historia, el punto de partida fue resultado del protagonismo de las y los jóvenes y las y los estudiantes, pero pronto se incorporaron todas y todos los rostros de Chile: los trabajadores y los empleados, los profesionales y los intelectuales, los campesinos, los pueblos originarios, las mujeres, los artistas, la diversidad de movimientos sociales.
Era lo que se ha llamado el “estallido” o la “revuelta” social. Lo cierto es que se trata de una rebelión ciudadana sin precedentes desde finales de la tiranía, y la protesta social con la mayor extensión social, geográfica y temporal que se ha conocido –probablemente– en toda nuestra historia social.
Las y los Progresistas fuimos parte de ese proceso, como parte de una ciudadanía plural que se autoconvocó a tocar las cacerolas, ocupar los espacios públicos, realizar cabildos y formar asambleas, en forma horizontal, soberana y creativa.
La respuesta del Gobierno y las elites fue pretender reducir la protesta a un problema de orden público. Hablaron de un imaginario enemigo poderoso e implacable, aseguraron sin prueba alguna que existía injerencia extranjera, y desencadenaron el ciclo de represión y de violaciones a los derechos humanos más grave y extendido que se ha conocido desde el fin de la dictadura cívico–militar. Las víctimas aún reclaman justicia: los que permanecen en las prisiones, aquellos a los que les arrancaron los ojos o resultaron heridos de gravedad, los que enfrentaron golpizas y flagelaciones, aquellos que perdieron la vida. Hoy reiteramos que no habrá espacio para el olvido y la impunidad.
En forma paralela, desde el Gobierno intentaron hacer concesiones y promover acuerdos para contener la potencia de la movilización ciudadana.
No hay duda que confiaron que las condiciones de la pandemia les permitiría retomar el control de la situación política y social.
Nada les ha resultado. Ya no hay duda que Chile despertó.
Chile cambió y hoy se prepara, sin abandonar la disposición a la movilización, a participar en forma multitudinaria en el Plebiscito del 25 de octubre, para optar por el APRUEBO a una Nueva Constitución y por una CONVENCION CONSTITUCIONAL, para escribir en democracia la Carta Fundamental. No tenemos dudas que habrá una contundente e histórica victoria, por Chile y por el pueblo de Chile. Reiteramos, en ese sentido, nuestro llamado a concurrir a las urnas, respetando las medidas sanitarias, sin miedo y con convicción.
La transición pactada se remonta a los años 1987 y 1989, cuando un pacto de las elites logró desarmar el ciclo de movilización ciudadana y popular que se había iniciado en 1983 y que se había extendido hasta poner en jaque la estabilidad y reproducción de las instituciones políticas y económicas impuestas por la dictadura con el propósito de construir un Chile de hechura neoliberal. La transición pactada negoció el retiro de los militares desde posiciones de gobierno, sobre la base de la perpetuación de la institucionalidad diseñada por la tiranía y la elite económica del país. Esta salida intrasistema a la dictadura fue posible, entre otras cosas, por la fractura y división del campo de la izquierda y el progresismo.
De esas formas se frustró parte importante de las demandas ciudadanas por democracia y justicia social y se abrió entonces un ciclo político de larga duración. Ya habían pasado casi 30 años cuando Chile despertó y se levantó en contra de la “normalidad” delineada por la transición pactada.
La rebelión ciudadana del 18 de octubre de 2019 generó el escenario más favorable para un cambio profundo desde esa génesis de la transición pactada. Se han desencadenado las condiciones más favorables para construir un Chile de derechos y ciudadanía, que deje atrás para siempre el Chile de patrones y consumidores, en que los derechos se trasladaron a las tarjetas de crédito, en que todo se transformó en una mercancía y el endeudamiento se hizo costumbre, en que el crecimiento económico se desarrollaba al costo de los abusos y de la desigualdad.
Sin embargo, es menester advertir que, al igual que hace más de 30 años, está abierta la probabilidad de que sean frustrados los sueños de transformación de la ciudadanía. Desde sectores de la derecha política y económica operan para que, con una minoría electoral, sea posible bloquear las proposiciones que apunten a construir una Constitución de democracia y derechos sociales.
Trabajan, al mismo tiempo, por perpetuarse en el Gobierno, calculando que para restringir la profundidad democrática del proceso constituyente es fundamental que se impongan en las próximas elecciones presidenciales, las que coincidirán en el tiempo con las etapas finales de la definición constitucional.
Las condiciones de viabilidad del cálculo conservador no tienen relación solamente con la capacidad de iniciativa de los conservadores. Como ya ocurrió en la génesis de la transición pactada, la posibilidad de una frustración de las aspiraciones democratizadoras del pueblo está en relación estrecha con la fractura y la división de los demócratas progresistas.
Por ello nuestra insistencia en el imperativo de la unidad y convergencia política y social: porque estamos a las puertas de un nuevo ciclo histórico, que probablemente será de larga duración, por lo que la persistencia en el pequeño cálculo que genera división sólo puede ser favorable a que terminen imponiéndose las perspectivas de los conservadores.
Si la contradicción fundamental del actual período es entre democracia y neoliberalismo, entre ciudadanía y neoliberalismo, ninguna diferencia entre los demócratas progresistas puede ser tan profunda como la que nos separa de la derecha y los conservadores.
Sin un pueblo movilizado, sin organización, sin la unidad de las fuerzas progresistas antineoliberales, el triunfo popular en el proceso constituyente puede ser cooptado o escamoteado.
Sin dramatismo podemos aseverar que la historia y el pueblo de Chile nos juzgará en forma severa si no ponemos en el centro la necesidad de la unidad política y social más amplia, sin exclusiones o vetos, y en base a propuestas programáticas que reflejen las demandas que las y los ciudadanos han estado planteando en las calles.
Por nuestra parte, las y los Progresistas continuaremos en la senda de nuestro compromiso irrenunciable, con modestia pero con decisión, para contribuir a hacer realidad cotidiana el sueño posible de un Chile en que la dignidad sea costumbre.
PARTIDO PROGRESISTA DE CHILE
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