A pocas personas les cabe mejor la sentencia de Ortega y Gasset, “el hombre y sus circunstancias”, que a Miguel Enríquez Espinoza: de no haber mediado los cambios profundos de la década de los 60, Miguel Enríquez hubiera sido un médico brillante, perteneciente a una familia aristocrática, de profunda raigambre intelectual y profesional de Concepción, pero desde joven trocó su profesión para convertirse en una especie del Che Guevara del sur.
A pocas personas les cabe mejor la sentencia de Ortega y Gasset, “el hombre y sus circunstancias”, que a Miguel Enríquez Espinoza: de no haber mediado los cambios profundos de la década de los 60, Miguel Enríquez hubiera sido un médico brillante, perteneciente a una familia aristocrática, de profunda raigambre intelectual y profesional de Concepción, pero desde joven trocó su profesión para convertirse en una especie del Che Guevara del sur.
Su hijo, Marco Enríquez-Ominami, rastreó el destino de muchos de sus amigos de generación, condensados en un documental Los héroes están fatigados, donde marcaba el contraste entre un hombre consecuente, luchando, las armas a la mano, contra una brutal dictadura, y de unos sobrevivientes, convertidos en gerentes y gestores del nuevo neoliberalismo y el pragmatismo reinante – hoy, personajes protagónicos de la “fronda tecnocrática” concertacionista.
La consecuencia de todos los actos de la vida de Miguel, que murió sin claudicar, como los grandes luchadores, a los treinta años, es muy difícil que sea entendida por la miseria moral de los personajes, que aún siguen repartiéndose el poder en este Chile, dominado por una oligarquía que, con razón desde su punto de vista, tienen pánico al cambio – perderían sus prebendas -.
El Legado de Miguel Enríquez y del MIR sólo puede proyectarse en la juventud que se expresa en las calles y, sobre todo, en los Progresistas: se trata de ir ampliando continuamente los límites para ver mejor el horizonte en búsqueda de una sociedad más justa e igualitaria.
Desde que era estudiante universitario, en Concepción, el liderazgo de Miguel Enríquez estuvo marcado por la ruptura con el orden establecido: en primer lugar, quebró con la juventud socialista, después de la derrota de la izquierda, en 1964, para dedicarse a la fundación y desarrollo de un partido político que superara las miserias y vicios de la izquierda tradicional, en ese tiempo, anclada en el obrerismo y, sobre todo, en el electoralismo, ignorando a los pobres del campo y la ciudad.
El MIR comenzó como un movimiento pequeño – casi un grupúsculo – pero, rápidamente, fue ganando en primer lugar, a los jóvenes y posteriormente, a campesinos y trabajadores urbanos para alejarse de un foquismo aislacionista y, así, convertirse en un amplio e importante partido de masas.
La tesis del frente de trabajadores, que iba más allá de los partidos tradicionales de izquierda, en el sentido de que Chile estaba, en esa época, ya maduro para emprender una revolución social que permitiera a obreros y gente del campo conquistar la hegemonía política. Esta idea fue capaz de atraer a otros sectores políticos que interpretaban, de forma parecida, la necesidad de ruptura con el capitalismo – es el caso de un sector del Partido Socialista, dirigida por Carlos Altamirano, parte del Mapu y, posteriormente, de la Izquierda Cristiana -.
En el período de la Unidad Popular el MIR, que era partidario de la vía armada, para tomar el poder, entendió que el gobierno del Presidente Salvador Allende representaba las fuerzas de avanzada y debía apoyar, sin embargo, advirtiendo siempre el riesgo de una regresión autoritaria y fascista – mejor que otros partidos del conglomerado – y deberían estar alertas ante un eventual golpe de Estado y, así, preparar la defensa del gobierno popular. Antes de morir Salvador Allende dijo que “había llegado la hora de Miguel Enríquez”.
Rafael Luis Gumucio Rivas